Dicen que uno no debe escribir bajo el efecto de las emociones, cualquiera sea su índole. El consejo, es probable que provenga de algún tipo que vio frustrado su intento de suicidio. De alguno que intentó ahorcarse con una soga podrida o que, agobiado por las deudas decidió amasijarse mediante un shock eléctrico, y se salvó de la electrocución porque justo le cortaron la luz.
La cuestión es que, seguramente, después de su coqueteo con la parca, lo primero que hizo el tipo fue leer el contenido del sobre dirigido al “Sr. Juez”. Así, mientras las pulsaciones de su corazón iban bajando, el “punto” fue encontrando todos y cada uno de los errores de redacción de su texto de despedida. Después, y ya reconciliado con la vida, se largó a sermonear a todo el mundo acerca de las probables desventajas de escribir bajo los efectos de cualquier emoción. Encubriendo así, su verdadero propósito: evitar que alguno se boletee.
De todos modos, ignorando lo aconsejado y, al efecto de no suicidar a alguien que no es uno, escribo estas líneas a modo de descarga y sugerencia: alertar al lector sobre una clase o categoría de ser.
La denominación de esta particular clase de persona, podría ser la de imbécil (en su acepción de fatuo), aunque la palabra que mejor la define es un vulgarismo argentino: pelotudo. Pero, ojo al piojo. No confundir pelotudo con boludo. El boludo tiene capacidad de autocrítica. Tomemos como ejemplo a un personaje “mediático”, Marley. El polifuncional conductor de Telefé se sabe boludo y, no sólo lo reconoce (capacidad de autocrítica), sino que lo ha incorporado a su personaje. El pelotudo, en cambio, no.
El pelotudo/a es una persona en apariencia común. Un tipo normal que convive a diario con nosotros sin que lo notemos. Razón por la cual, a diferencia del boludo, lo convierte en un ser aun más peligroso. Porque convengamos que, cuando se está al lado de un boludo, tanto uno como el propio boludo, nos mantenemos alertas ante una probable boludez a ocurrir. En esos casos y llevado por el propio conocimiento de su torpeza, el boludo es guiado en su hacer por quien lo acompaña. Cuando estamos al lado de un pelotudo, ocurre todo lo contrario. Al desconocer esa oculta faceta, suele ser éste el encargado de guiarnos hasta que, ya tarde, se manda una pelotudez y sonamos.
Nuestro personaje, el pelotudo, detenta una suma de características que pueden darse de a una o todas juntas. Suele ser vano, engreído, egoísta, falto de compromiso, desubicado. Aunque la única que los unifica, es la falta absoluta de autocrítica: ellos jamás se sienten culpables.
Hasta aquí, uno podría preguntarse qué novedad existe en describir a un vanidoso o egoísta. Sin embargo, falta aclarar una particular cualidad de este personaje, apenas esbozada más arriba: no se les nota, aparentan ser tipos comunes. Uno convive con ellos como con un par. Como con un amigo, un familiar, un vecino o un compañero de laburo, creyéndolos tipos piolas, macanudos. Eso, hasta que en un momento salta la térmica y les sale el pelotudo. El problema es que, para que eso pase, pueden pasar meses, incluso años.
Imaginá que vas manejando tu coche con un amigo o familiar como acompañante. De repente y sin quererlo, te comés un semáforo en rojo y ¡zácate!, sentís un pitazo: la policía. Sabiendo que te mandaste una macana, estacionás, parás el motor, y te quedás viendo por el espejo retrovisor cómo el cana se aproxima.
Mientras lo hacés, lo vas semblanteando de lejos. Así, en cuanto escuchas el “Buenas tardes Sr., sería tan amable de darme su registro de conductor y la cédula verde”, ya tenés una idea cercana de qué clase de policía es. Por el tono en que se dirigió a vos, está muy lejos del canchero amigable o del autoritario, al contrario, el tipo fue respetuoso pero distante. Eso, más cómo lleva el uniforme, impecable y reluciente, te indica que diste con una “rara avis” de policía, el incorruptible.
Así, mientras le preguntás al tipo por qué te paró y preparás una excusa para zafar de la boleta, sabés que vas muerto. Que lo único que te espera es escuchar lo que el policía te está diciendo ahora, “lo siento caballero, voy a tener que levantarle una infracción”.
Lo que no sabés, y no esperabas, era la aparición de tu compañero en una faceta desconocida, la de pelotudo.
“Disculpe oficial”, interrumpe tu compañero tras decirte que lo dejes hablar a él, “¿no se podría arreglar de otro modo”. “No entiendo. Me podría explicar de qué otro modo se puede arreglar que no sea abonando la infracción”, responde el policía, que entendió perfectamente pero le da una oportunidad para que cierre el pico y se quede en el molde.
Pero no. El tipo insiste. “¿Cómo de qué otro modo? Si vos me entendés”, le manda tu compañero guiñándole un ojo al cana. “Ya le dije que no entiendo ¿podría ser más claro, si es tan amable?”, contesta el policía calentándose. “Daaale, si vos me entendés ¿cuánto querés, cuarenta, cincuenta mangos?”, responde canchero tu compañero, para terminar de embarrarla.
A esta altura ya sabés que, lo que se arreglaba con una firma y una boleta que podías pagar el día del arquero, va a terminar en el lugar que estás ahora: en la comisaría, y pagándole a un abogado.
Así, cuando después de una serie de quilombos y gastaderos de guita, salgas de la cana y te encuentres con tu compañero, te faltará escuchar lo que menos te imaginás. Que la culpa es tuya. Que no la supiste pelear, que ya estabas entregado de entrada.
Si ya te pasó, demás está decirte que es inútil todo tipo de argumentación: jamás van a admitir que tuvieron la culpa.
Si no te pasó, estate atento/a, los pelotudos andan sueltos. Son los que prenden bengalas en estadios cerrados, los que mandan a sus hijos adolescentes para que respondan por ellos ante los “medios” tras ser víctimas de algún delito.. Pelotuda es esa cuñada que, durante las próximas fiestas, traerá el mismo pionono de porquería de todos los años. O el cuñado que trae una sidra berreta, pero que se toma tu champán.
Vos los conocés, están ahí, al acecho, y esperando.
Ricardo Veiga