Todo sucedió en un minuto, el último. Ese que va desde el ochenta y nueve al noventa. Aunque pudo haber sido cualquier otro. Al fin de cuentas, las cuestiones definitorias sólo llevan ese tiempo, un minuto. Aunque para él, eran miles los que había sumado de espera, de soportar siempre hasta el minuto final sin poder concretarlo.
Ese domingo fue peor. Desde el comienzo, cuando apenas abrió los ojos, la vigilia lo encontró con el deseo contenido como único pensamiento. Otras veces, no era así. El deseo, el sueño no cumplido, comenzaba con el partido, con la pitada inicial.
Ahí, cuando la pelota echaba a correr, cuando el vibrar de las tribunas se podía sentir en la piel, el deseo lo poseía, se apoderaba de él.
Ese domingo, había sido un domingo como tantos otros. Con él, viendo la pelota rodar y rodar, y con muy pocas posibilidades de tener contacto con el balón. Cuando esto pasaba, la cosa se complicaba: cuanto menos tocaba la redonda, más ganas le venían. Encima, era una de esas tardes soleadas de comienzos de otoño. Esas tardes lindas en las que el sol pega sin molestar. En las que produce un calorcito que invita a correr. Haciendo que el fútbol sea algo tan hermoso como cuando uno era pibe y jugaba sólo porque sí, porque era un juego…el más hermoso de todos.
Esas tardes eran las peores. Imbuido como estaba en sus recuerdos de pibe, ver girar la Nº 5 sobre ese césped cuidado, sobre ese verde brilloso, potenciaba aun más su deseo inacabado.
Hasta que llegó el minuto ochenta y siete u ochenta y ocho, cuando el win derecho recibió un pase apenas entrando al área rival. Era de esos wines de antes, como el “Loco” Bernao, o Houseman, o, Corbata. De esos de gambeta endiablada, capaces de gambetear a todos a su paso hasta llegar a la línea del corner y meter el centro atrás. O a la “olla”, como decían cuando era pibe.
Él, desde el centro mismo de la cancha, se dirigió hacia el arco acompañando al win que avanzaba y gambeteaba a su derecha. Cada tipo que el Nº 7 dejaba atrás, alimentaba más su sueño.
Cuando el puntero llegó a la línea del corner y se las ingenió para sacar el centro, él estaba entrando al área grande. Desde ahí, vio venir la pelota. La vio brillar en medio del aire como si lo hiciera en cámara lenta.
Así, como quien ve claramente la forma de las aspas de un ventilador que está girando, él podía ver esa especie de negros números ochos de la redonda oficial del 2006, que venía hacia su frente.
Aunque no. No era exactamente su frente. Si sus cálculos no fallaban, con pegar un salto no muy alto y mover su cabeza en el aire hacia adelante –el clásico frentazo- , daría justo en el medio de la Nº 5.
Los primeros segundos del minuto noventa estaban corriendo cuando su sueño de años comenzó a apoderarse de él. Lo tenía ahí. Su deseo no cumplido volaba por el aire a su encuentro, cuando sus isquiotibiales comenzaron a contraerse flexionando sus piernas. Centésimas de segundo después se relajaban, para permitir que los cuadriceps y demás músculos elevasen su cuerpo por sobre el nivel del césped en un salto. Así, cuando su cabeza se hallaba a la altura que había calculado -su cálculo fue exacto-, su deseo, su sueño dorado y añorado, estaba ahí.
Sólo fue mover torso y cabeza hacia delante. Sólo fue pegar el frentazo. Para que la pelota saliese disparada hacia abajo, hacia el ángulo inferior derecho del arco. Con un arquero que se quedó clavado, sorprendido, sin respuesta. Ante ese gol inesperado.
Él, se quedó por un instante mirando como la pelota rebotaba de una red a la otra. Después, desde lo más profundo de sus deseos contenidos, su grito de gol se escuchó en todo el estadio. Era un grito que no paraba. Que lo acompañó durante todo su festejo. Mientras corría con los brazos abiertos, como un Cristo, dando vueltas alrededor del arco.
Así, se la pasó festejando durante varios minutos. Mientras toda la tribuna lo miraba en silencio. Mientras todos los jugadores lo miraban en silencio festejar así: con el gol en la boca y los brazos abiertos como un Cristo.
Y así, como a un Cristo, el Colegio de Árbitros lo crucificó. De árbitro internacional, pasó a no poder dirigir, de por vida, ni siquiera un partido amateur. Hasta la ropa y el silbato tuvo que devolver. Lo dejaron casi en pelotas…como un Cristo.
Ricardo Veiga
ricveiga@hotmail.com